7 ago 2017

«Un genial accidente» de Orlando Mazeyra Guillén*





I

La conocí un 5 de agosto. El mes del viento. De los terrales. De los temblores. De los estremecimientos. Tenía el cabello largo, oscuro hasta la cintura, y lucía una casaquita guinda de cuero, una especie de caffarena con motivos blancos y rosados. Un pantalón blanco y unos zapatos también de cuero. Todavía no usaba maquillaje. Corría mucho viento en la puerta del Cyrano, un viento que desordenaba su peinado y parecía atentar contra su fragilidad.
—¿Fue el día más importante de tu vida, cachorro? 
—Creo que sí.
—Esperemos que no. Ya vendrán días mejores. Lo mejor siempre está por venir. 
—Ese floro de libro de autoayuda mejor guárdatelo, gil. 
—Está bien. Ahora dime, ¿qué piensas hacer? 
—Lo de siempre… 
—¿Escribir?

II

La moneda de un sol ingresa a la rocola de La Ramadita y te sientes listo para un nuevo viaje.

Mi vida, fuimos a volar
con un solo paracaídas:
uno solo va a quedar
volando a la deriva.
Vivir así no es vivir:
esperando y esperando...
porque vivir es jugar
y yo quiero seguir jugando...

Quisiera empezar una carta. Escribirla a puño y letra —castigar cada frase hasta encontrarla perfecta, humanamente incontestable— pensando que la leerá. Será la última, la definitiva. Un genial accidente. Un chorro de luz que atraviese la carne de su carne y llegue hasta su alma. ¿Será posible?

Desearía, también, no terminarla de escribir jamás. Rehacerla a diario, dejarla dormir a veces —conmigo, oculta bajo mi almohada— y arremeter de nuevo al día siguiente. La carta más larga del mundo. Y la más extraordinaria que jamás nadie haya leído.

Mucho tiene que pasar para llegar a sus manos (esa es otra historia, pues ella ha cancelado sus cuentas de correo electrónico y su facebook hace varios meses). No puedo echar mano de ninguna de sus amigas, pues todas me odian. Les caigo mal. Sé que hice todo lo posible para ganarme esa antipatía que, sin duda, es recíproca.

—¿Una carta de amor, cachorro? 
—No, gil, no puede ser una carta de amor. Ya agoté ese género. Y, como tantas cosas en mi vida, lo agoté mal.
—¿Entonces de qué iría la vaina? 
—De cualquier cosa, describirle un día, cualquier día de mi vida sin ella… 
—O sea… 
—Cada día que paso sin su compañía es un día seco, vacío, a falta de amor. 
—Pero tú no quieres hablar del amor. 
—Se puede hablar del amor sin necesidad de mencionarlo. Eso busco: sugerirlo. 
—¿Y es fácil esa cojudez? 
—Nunca lo he hecho. Creo que no estoy preparado… nunca estuve preparado para nada.

Le dije a mi corazón,
sin gloria pero sin pena:
«no cometas el crimen, varón,
si no vas a cumplir la condena»

III

¿Cómo empezar? Describir a un sujeto extraño, distante, por momentos ríspido, enfermo del espíritu. Un tipo que cultiva un pasatiempo que, por las tardes, lo lanza hacia la campiña. El personaje sólo piensa en vivir sin tropezar (tropezar también podría entenderse como «amar»). Sabe que no es fácil, pues su experiencia de vida es una suma de porrazos. Está solo. Sin embargo, no recuerda si siempre lo estuvo. Ese, me parece, podría ser el nudo de la cuestión.

—La soledad… 
—Sí, una soledad prístina, remota, antiquísima, cimentada en base a una amnesia, a veces, gozosa; y, otras tantas, incómoda.
—La amnesia nunca es buena, lo sabes. No puedes hacer que ella se olvide de todo lo que le has hecho. Eso es imposible, huevón. 

—Tienes razón, gil. Pero quizá esta amnesia es intencionada. Él se siente viejo. Inútil. En el valor de esa inutilidad radica su distancia con el mundo de afuera: el pavimento, los autos, ruido de una ciudad que se agita y le da las espaldas. Permanece echado en una cama. Lee tres libros a la vez y siente que, al final, termina no leyendo ninguno. A veces una imagen, un recuerdo o un pálpito se insinúan como el comienzo de algo que siempre desconoce y a lo que sólo puede acceder si empieza. Uno. Dos. Tres. ¡Escribe! Luego de intentarlo se dirige a la campiña… que nada tiene que ver con la ciudad y sus gentes…

—¿Qué le quieres contar? 
—Quizá algo acerca de un asesinato.
—¿A quién quieres matar, cachorro? 
—Digo mejor suicidio, gil. Contarle que me podría matar por ella. 
—Muy manido. ¡Previsible! Y, la verdad, no creo que te atrevas. 
—No me conoces... 
—Te conozco tanto que sé que ya sabes dónde será la vaina…
Quiero callar, guardar el secreto (que, al fin y al cabo, no es tan secreto). No puedo: «Creo que se casará pronto, probablemente a fin de mes». 
—¿Quién te lo dijo? 
—Eso es lo de menos. 
—¿Ya sabes su nombre? 
—No. 
—Seguro es un minero, gilberto. ¡Un buen partido! La vida asegurada. 
—Ella nunca se ha fijado en eso, así que no le faltes el respeto. 
—Ya, ya. De todas formas estás en la otra vereda: tú siempre a la deriva…

Quiero vivir dos veces
para poder olvidarte,
quiero llevarte conmigo,
y no voy a ninguna parte...

IV

Se queda callado mientras yo me convenzo de que si llega a leer mi carta no lo hará, desistirá de casarse. Sé cómo convencerla o, en este caso, disuadirla. Santiago me escruta mientras enciende un cigarrillo y llena su vaso con cerveza hasta que la espuma gana el límite vertical. Construye volutas de humo y yo me repito que ella no se casará.

—Consíguete un caballo blanco, una pistola de cowboy… si quieres también una máscara y te la robas antes del casamiento —me sugiere con toda la sorna posible, mientras alarga la mano y toma un trago. 

Yo ignoro sus palabras y lo acompaño con agua mineral. Sólo tengo en mente a mi personaje: el de la carta. Sé que el personaje de aquella carta soy yo —pero no tendría que ser yo, sino una proyección de mí— y la misiva tendrá que estar dirigida al viento. 

Sí, al viento. El día que la conocí me contó que de niña siempre le gustaba volar cometa en los cerros de Toquepala. Le encantaban los cerros. Llegaba hasta las cimas y retaba a los hombres. «Siempre he sido más valiente que los hombres», me dejó en claro.

—No te imagino subiendo cerros.
—Ardillita toquepaleña, así me decía mi hermano —me confesó.

Esa noche, mientras la acompañaba a su casa, sentí que debía pedirle un beso. «Es ahora o nunca», me dije mientras caminábamos por la avenida Venezuela fumando un cigarro que ambos compartíamos. 
La detuve frente al parque y el viento seguía desordenando sus cabellos:  

—Espérame —me dijo entregándome su mochila y luego sacó una liga de su bolsillo y se hizo una cola de caballo—. ¿Me queda bien?
Asentí con la cabeza, tratando de atajar ese deseo vehemente. 
—¿Te puedo besar? —pregunté convencido de que era preferible la muerte a oír una negativa de su parte. Nunca más he vuelto a sentir esa sensación. 
Atracción y deseo que me desesperan. Un beso. Si no lo consigo, me esfumo. Muero. 

Ella accede con un gesto leve. Apenas me cercioro de que asiente, la beso. Tiembla. Temblamos. Nuestras lenguas se encuentran y también tiemblan. ¿Qué nos pasa? Tenemos miedo, miedo de reconocerlo: nos hemos enamorado. Me alejo de su rostro y ella suspira. Me juro retener, con precisión de cirujano, ese instante. Porque eso es lo único que importa. Pasarán los años y recuperaré ese suspiro para saber que sí, en efecto, he vivido. Ella me ha enseñado a descubrir algo profundo que, en ese momento, me resulta intrincado. 

—Dame tu mano —le ruego y se la tomo con cuidado. Nos enlazamos y seguimos temblando—. Todo va a estar bien.

Ahora comprendo que ese «todo va a estar bien» no estaba dirigido a ella, sino a mí. El resto del camino hacia su casa nos sumerge en lo intemporal, lo que está más allá de esas líneas finitas que son nuestras vidas: dos líneas que se acaban de cruzar. Por eso no quiero que termine y le sugiero que demos una vuelta al estadio Monumental Arequipa.

Dimos varias vueltas al estadio sin besarnos. Ese primer beso había sido tan intenso que no queríamos dejarlo atrás tan rápido. Todavía lo estábamos digiriendo. 

—Tú también tiemblas —me dijo. 
—No es el viento —le respondí—. Eres tú. 
—No quiero llegar a mi casa. 
—Yo tampoco. 
—Tampoco quiero que se acabe esta noche. 

Agotamos toda una cajetilla de cigarros y, al fin, la dejé en la puerta de su casa. La abracé, besé sus mejillas y le dije que la quería. Que ella era magnífica. 

—Eres como el viento de agosto —me dice, sonriendo. 
—¿Por qué? 
—Me estremeces… me gustas. Tú eres el viento y yo la cometa. 

Al día siguiente, sin dinero en los bolsillos, sólo atiné a fabricar una cometa artesanal con carrizos y una colorida cola hecha con jirones de algo que alguna vez fue una camisa escolar. La hicimos sobrevolar el campo del estadio, fue emocionante: «No te quiero perder», me dijo trémula, anticipando la tormenta en que se verían envueltas nuestras vidas. «Yo tampoco», le respondí.

No te preocupes, Micaela,
hoy no estoy adentro mío,
tu amor es mi enfermedad:
soy un envase vacío…

V

Ahora sé que el personaje de la carta saldrá a volar cometa por última vez y, cuando la arroje al aire y ésta se vaya elevando, él se acordará de una muchacha que lo había comparado con el viento. Cuando la cometa esté alcanzando su máxima altura él decidirá sacar una hoja de afeitar de su bolsillo. Recordará. Recordará. Recordará… Y en el preciso instante en que la primera lágrima baje de su rostro entonces terminará su tarea (la tarea para la que, sin saberlo, se había preparado toda una vida).

—¿Y qué ocurre al final?
—Ponle tú el final, Santiago. Dame una mano. 
—El sujeto está haciendo volar la cometa… recuerda cosas que sólo él sabe, pero esa lágrima lo hace cortarla: sí, corta el pabilo de la cometa con el cuchillo. 
—Con la hoja de afeitar —lo corrijo. 
—Exacto. Así termina la historia, gil. El viejo eres tú y la cometa es ella, ¿no? Córtala nomás y no hagas tanto escándalo de algo de lo que en un par de años te reirás. 
—No puedo, no puedo —se repite, con voz entrecortada y afligida, el viejo sollozando y, en vez de cortar el pabilo de la cometa, empieza a escribir con ayuda de la gillete algo en su brazo derecho.
Sangra en medio del ocaso. 
—¿Micaela? —me pregunta Santiago intrigado—. ¿El viejo se tatuó el nombre de Micaela?
—No. El nombre de Micaela está escrito en la cometa: ella es la cometa. 
Es algo tácito. Debo hacer lo humanamente posible para que se sobreentienda, porque los personajes no tendrán nombre. 
—¿Entonces qué se pone en el brazo? 
—Eso que la hará volver. 
—Pero ¿qué cosa la haría volver? 
—Pregúntaselo a Micaela… o a su novio. Esa carta también es para él. Para todos. Se trata de una carta que pueda convencer a todos, ¿comprendes? 
—No —retruca—. ¿A ti quién te entiende, cachorro? 
—Dios.
—¿Dios?
—Él es el único que puede ver mi corazón y sabe que, sí, estoy arrepentido.

VI

Si me olvido de vivir,
colgado de sentimiento,
voy a vivir para repetir otra vez
este momento...
Te bajaría del cielo, mujer,
la luna hasta tu cama,
porque es muy poco de amor
sólo una vez por semana...
Puse precio a mi libertad
y nadie quiso pagarlo,
te cambio tu corazón por el mío
para mirarlo y mirarlo...

No habrá carta. Nunca aprendí a escribir. Sólo quiero abrirle a todos —a Micaela— mi corazón a riesgo de mostrarles un envase vacío. O algo peor. Mucho peor.



Orlando Mazeyra Guillén (Arequipa, 1980).- Ha publicado cinco libros de narrativa breve y es colaborador de la revista Hildebrandt en sus trece. Este relato apareció en Instrucciones para saltar al abismo (Doce Ángulos Editores, Arequipa, 2016).


Foto: Facebook


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